martes, 17 de junio de 2014

Historias que no nacieron para ser contadas

 
 
 
Las historias narran más allá que una serie de acontecimientos, emociones. Pueden ser cortas o largas, felices o tristes, reales o imaginarias. En forma de canción o plasmadas en un libro, narradas en la calle o vía telefónica, propias o ajenas. Pero finalmente representan una porción de la vida misma. Para mi existen dos tipos de estas historias que no nacieron para ser contadas. Las que no se viven y por lo tanto no nacen y las que se viven, pero no se cuentan. Y no me refiero a las historias inventadas por un escritor, sino a las historias de vida.
Si hay algo que la vida me ha enseñado es a no esperar nada de nadie. Esto puede sonar muy radical, pero es que tras varias no muy gratas experiencias, opte por no construir expectativas ya que después la caída es muy dolorosa. Más que estar a la defensiva en el aspecto emocional, soy cautelosa. Cuando siento que piso terrenos peligrosos no lo pienso y me alejo hacia tierra firme. Una idea invade mi mente, la película de mis recuerdos corre y me detengo a observar las escenas más amargas y mi alma reacciona. Es cuando recurro a una frase muy mía, como si al decirla comenzara un proceso informático de alerta. “Hay historias que no nacieron para ser contadas”, esta frase tan simple involucra; a la vida, al destino, a la casualidad y también a la causalidad. Es un freno irrefutable pero también una salida. Alguien me dijo alguna vez: ¡no la cuentes, vívela! Pero la idea es precisamente esa, no vivirla, para no contarla. Vaya, es algo más que un texto, que rayaría en verso. Es alejarme cuando la situación no va a llegar a nada, y eso resulte incongruente con mi primer punto de no esperar nada de nadie, pero más vale tomar esa postura en casos que terminaran lastimándome.
Por otro lado existen esas historias que se viven, pero que no se cuentan. Que se ocultan, que pretendemos olvidar, que se guardan, que se anidan en lo más recóndito de nuestro ser. Que por muchas razones no contamos, ya sea que son dolorosas o nos de vergüenza contarlas. Se sufren en silencio, se reviven siempre, pero se callan todo el tiempo. No son historias que se expongan en una comida familiar, ante las amistades o en áreas socialmente aceptadas. Por lo regular quedan en el ámbito de lo privado. Se cuentan al mejor amigo, al psicólogo, al sacerdote. Algunas historias se narran con gran valentía, ante un juez, una sesión grupal, un familiar muy cercano. Pero siempre con la reserva del “secreto”. Si alguna vez llegan a salir a la luz, puede ser algo muy doloroso o vergonzoso. Y más cuando la gente le agrega situaciones que no son. Cuando lo privado se vuelve público. Cuando las historias se cuentan, cuando las historias no debieron ser.
Esas historias sin embargo viven ya sea en la posibilidad de ser y se detienen. O en guardadas en el pasado, ocultas. Sólo que lo que no se vive y se añora también tiene su pedazo de historia. Y lo que se guarda tarde que temprano sale a la luz.
 
 

lunes, 9 de junio de 2014

Esto de dejar fluir




Recuerdo que cuando tenía 16 años, mi vida era tan compleja, tan difícil y tan oscura. O al menos en mi mundo adolescente así la veía. Comencé a escribir mis primeros pensamientos en un diario, después me dedique a escribir poesía. Una poesía tierna y romántica, pero a la vez fuerte y desgarradora donde plasmaba historias de amores no correspondidos y de la incomprensión total de mi familia, de mis profesores y del mundo en general. Tenía la bendición de tener mi propia recamara y hacer de ese espacio un refugio total, caótico pero al fin un refugio. Ese caos personal en el que estaba inmersa me doto de una particular fuerza, misma que me ayudo a soportar muchas situaciones propias de mi edad. Ni por un instante me cruzo la idea de que gracias a esas letras no desfallecí, que lo que estaba haciendo era catarsis pura. Y tras mirar esos escritos a mano, evoco episodios de mi vida que narran situaciones que me dan ternura, aunque en aquel entonces eran situaciones de vida o muerte. Así son las vivencias intensas mientras se viven y después cada uno le da el valor que le plazca, inclusive se  va modificando con el tiempo la apreciación de esas anécdotas.

 

Hoy en día que la manera de mirar la vida y los problemas ha tomado otro matiz, y es -creo yo- más necesario el expresar las emociones. Escribir es para mí, una expresión que va más allá, que desata nudos emocionales que no han logrado salir por la garganta. Que son pensamientos fluidos y precisos sobre situaciones concretas. Esto de dejar fluir, incluye más que aceptar las cosas que suceden (y del modo en que se presentan), sentir y sobre todo expresar ese sentir. Si bien es cierto que antes no existía un medio tan “público” de expresarse. No por ello se limitaba al anonimato. Siempre se buscara un lector, alguien con quien compartir esas letras que fluyen incesantes como rio, ya que muchos contenidos no son con dedicatoria. Las musas aparecen y se escribe, el trasfondo de las letras queda como siempre en el corazón de su autor, el resultado es un sentimiento que no va direccionado, que fluctúa a cualquier sitio y a cualquier corazón.

 

Esto de dejar fluir me permite desnudar el alma, volcar lo que llevo dentro, lo contenido, lo resguardado, lo…reprimido. Esto de dejar fluir me sitúa en una posición liberadora. Esto de escribir es algo que necesito hacer, que mi corazón no puede contener más, y que a diferencia de esos tiernos 16 años, ya no lucho contra ninguna opresión emocional en forma de padres o de autoridad, más bien fluyo en esta avalancha de vivencias que me ha tocado librar. Esto de dejar fluir me gusta.